domingo, 18 de mayo de 2014

Rosalía la revolucionaria en la taberna 77



Caía la tarde con resolución, acostumbrada ya la tarde a caer todos los días en las tinieblas más oscuras. Llegó la noche por un breve instante en Rosalía, antes de que cayera la tarde en tal precipicio. Es decir, se cerró ese día  la claridad. En un tono breve se cerró en los ojos Rosalía cuando la tarde aún no sucumbiera. El Sol se divertía. Rosalía no podía ver,  porque anocheció en Rosalía cuando el sol aun se encontraba coqueteando con las parejas más singulares, las que iban y  venían por el ala norte del malecón. En realidad lo sucedido fue muy breve, pues cerró los ojos y suspiró para abrirlos de nuevo, para así cruzar la carretera terciaria que le llevaba a la silla de anticuario que estaba fuera de la taberna número 77 , la del paseo marítimo de aquel singular paisaje montañés . Ella no sabía bien donde se encontraba, pues acostumbraba cuando estaba en el desierto pensar en el ártico para así no padecer las penurias del desierto y vivir con un poco más de frescura las contrariedades tan funestas de esta vida. Decidió ser así un poco antes de ser mayor de edad, con catorce años, cuando decidiera también dejar de comer, y por ello tuvo problemas con la familia y con el peso de su cuerpo y desavenencias con las amistades. Luego volvió a comer. Recuperó peso y comenzó a escribir telenovelas luego de morir su perrito de lanas Flu. Pero..., ¿Quién era Rosalía, aquella ahora toda una mujer...?  ¿Qué papel pintaba en la vida? ¿De qué húmeda nube del cielo se cayó Rosalía para desabrochar tanto rocío de los poros de su piel.  Por lo demás, la gente del pueblo marinero de carácter típico montañés se preguntaba otras cosas... La gente del pueblo quería saber el pasado de Rosalía. Todos los días era la misma historia en sitios diferentes del pueblo cada día, pero todos los días se hablaba de Rosalía. Parecían que lo sabían y que este debía ser terrible... ¡Sí..! ¡El pasado de Rosalía!, pues lo cierto es que....

Chindasvinto el boticario argumentaba que  parecía cono creer que Rosalía era una chica rara, con deformidades mentales interiores con síntomas decadentes en la estructura ósea de los pies. Martín el electricista, por su parte, decía que creía que venía como espía de otra cultura para invadir a la parroquia y echarlos así de sus tierras. Había también opiniones intermedias. Así, Sonsoles, la del carrito de los helados, decía que eso era cosa de las modernidades de la extravagancia de terrazas de café metropolitanas, queriendo así disculparla un poco. Los árboles, las gaviotas y las barcas estancadas no entendían de esas cosas y seguían haciendo como que nada veían, pues los árboles siguieron dando sombra como todos los días, las barcas ondulaban graciosas a la espera de la calma y quien les guiara y las gaviotas... ¡Bien...! Lo cierto es que  las gaviotas a veces dejaban huellas de cierto nerviosismo al tirar de los cordones de los zapatos de los barones mayores de 43 años, sin saberse aún hoy en día la relación de estas excentricidades con alas, aunque hay quienes aseveran que todo era por el efecto Rosalía.  Las niñas  los niños, las y los más extrovertidos eran extremadamente cariñosos y cariñosas con ella y le arrojaban bolitas de pan a sus pies cuando la veían, y esto hacía sonreír a Rosalía, que en prueba de amistad bajaba hasta el suelo con su mano parta comerse a alguna de ellas. Así pues, estaba sentada ya en la silla Rosalía. Una silla de anticuario de la edad de piedra que estaba fuera de la taberna número 77, del paseo marítimo de aquel singular paisaje montañés . El tabernero era un buen tipo de cómicas orejas de conejo, y tenía preparada con sombrilla esa silla, justo a su medida..., a la medida de Rosalía. Tenía una selecta clientela, pues a su taberna solo iban gatos vagabundos, alguna ardilla que se escapaba de la arboleda de la casa del marqués y la marquesa, y un grupo de perros que tiraban del dueño y la dueña a quienes previamente les pusieran los perros la correa. Aquellos y aquellas al principio protestaban, pero por el amor que les tenían a sus perros se dejaban hacer, y algunas y algunos de esas personas que fueron así arrastradas por los perros se sabe que llegaron a ser personas respetables y con amplio conocimiento de las materias más variadas. ¡Si es que todo llegó primero por amor al perro! . ¡Ah! ¡ Si es que lo estoy viendo!. Y bien... ¡Qué fenomenal!...  ¡Por hacerle caso al perro y dejarse poner la correa...! ¿O acaso no? ¡Yo creo que sí!. ¡Qué fenomenal!  ¡Así de sencillo!. Y ahí empezó el gran cambio en esas personas que entonces y desde ese momento  desearon conocer... ¡Yo creo que sí. ¡Qué fenomenal!  ¿O acaso no? Y ahí empezó el gran cambio...  Dejarse hacer por el amigo fiel ! ¡Así de sencillo! ¡Más y más...! ¡Conocer..., más y más!  Empezaron por querer conocer más al perro y llegaron a conocer secretos indescriptibles... ¡Qué fenomenal!  ¡Ah! ¡Ya lo estoy viendo! ¡Qué inmensidad de humildad!.

En fin... ¡Imaginad el ambiente de esa taberna! Una taberna donde solo se bebía leche de cabra nativa del paisaje montañés. ¡Sí!... La número 77 del paseo marítimo, del pueblo donde ahora se hospedaba Rosalía. Un hermoso pueblo marítimo al estilo montañés. ¡Sí! ¡ La número 77!.La taberna del pueblo que estaba estigmatizada como cuna de personas revolucionarias y terroristas, adonde solo acudían esos gatos, esos perros, esas personas arrastradas que luego llegaron a ser devoccionarias del cántico libertario de la taberna 77 ,donde la compositora Rosalía trabajaba horas y horas escribiendo sin parar, debajo de la sombrilla adaptada a su medida.

El tabernero era un buen tipo, con orejas de conejo y dientes de gusano napolitano.

-¡Tomad, ahora debemos todos cantar.! ¡Ya están las letras compuestas!.

Y era así cuando Rosalía decía, que aparecía una comitiva de dos gordos  simpáticos ratoncitos con sendas guitarras y un pingüino con acordeón de Polonia. Entonces, el tabernero que era un buen tipo, aunque le temblaban los pies, descorchaba la sombrilla. Rosalía se erguía y brindaba la leche al Sol. Entraba en la taberna, detrás de los ratoncitos y el pingüino, y algún que otro gato que estaba fuera. Cerraba la comitiva el tabernero, que era un buen tipo, aunque le temblaban un poco los pies. Y así era que cerraba la puerta de hojalata de la taberna el tabernero y salían melodías por debajo de la puerta como churros de miel.