Caía la tarde con
resolución, acostumbrada ya la tarde a caer todos los días en las tinieblas más
oscuras. Llegó la noche por un breve instante en Rosalía, antes de que cayera
la tarde en tal precipicio. Es decir, se cerró ese día la claridad. En un tono breve se cerró en los
ojos Rosalía cuando la tarde aún no sucumbiera. El Sol se divertía. Rosalía
no podía ver, porque anocheció en Rosalía
cuando el sol aun se encontraba coqueteando con las parejas más singulares, las
que iban y venían por el ala norte del
malecón. En realidad lo sucedido fue muy breve, pues cerró los ojos y suspiró
para abrirlos de nuevo, para así cruzar la carretera terciaria que le llevaba a
la silla de anticuario que estaba fuera de la taberna número 77 , la del paseo
marítimo de aquel singular paisaje montañés . Ella no sabía bien donde se
encontraba, pues acostumbraba cuando estaba en el desierto pensar en el ártico
para así no padecer las penurias del desierto y vivir con un poco más de
frescura las contrariedades tan funestas de esta vida. Decidió ser así un poco
antes de ser mayor de edad, con catorce años, cuando decidiera también dejar de
comer, y por ello tuvo problemas con la familia y con el peso de su cuerpo y desavenencias
con las amistades. Luego volvió a comer. Recuperó peso y comenzó a escribir
telenovelas luego de morir su perrito de lanas Flu. Pero..., ¿Quién era Rosalía,
aquella ahora toda una mujer...? ¿Qué papel pintaba en la vida? ¿De qué húmeda
nube del cielo se cayó Rosalía para desabrochar tanto rocío de los poros de su
piel. Por lo demás, la gente del pueblo
marinero de carácter típico montañés se preguntaba otras cosas... La gente del
pueblo quería saber el pasado de Rosalía. Todos los días era la misma historia
en sitios diferentes del pueblo cada día, pero todos los días se hablaba de Rosalía.
Parecían que lo sabían y que este debía ser terrible... ¡Sí..! ¡El pasado de
Rosalía!, pues lo cierto es que....
Chindasvinto el boticario
argumentaba que parecía cono creer que
Rosalía era una chica rara, con deformidades mentales interiores con síntomas
decadentes en la estructura ósea de los pies. Martín el electricista, por su
parte, decía que creía que venía como espía de otra cultura para invadir a la
parroquia y echarlos así de sus tierras. Había también opiniones intermedias.
Así, Sonsoles, la del carrito de los helados, decía que eso era cosa de las
modernidades de la extravagancia de terrazas de café metropolitanas, queriendo
así disculparla un poco. Los árboles, las gaviotas y las barcas estancadas no
entendían de esas cosas y seguían haciendo como que nada veían, pues los
árboles siguieron dando sombra como todos los días, las barcas ondulaban
graciosas a la espera de la calma y quien les guiara y las gaviotas...
¡Bien...! Lo cierto es que las gaviotas
a veces dejaban huellas de cierto nerviosismo al tirar de los cordones de los
zapatos de los barones mayores de 43 años, sin saberse aún hoy en día la
relación de estas excentricidades con alas, aunque hay quienes aseveran que
todo era por el efecto Rosalía. Las
niñas los niños, las y los más extrovertidos
eran extremadamente cariñosos y cariñosas con ella y le arrojaban bolitas de
pan a sus pies cuando la veían, y esto hacía sonreír a Rosalía, que en prueba
de amistad bajaba hasta el suelo con su mano parta comerse a alguna de ellas.
Así pues, estaba sentada ya en la silla Rosalía. Una silla de anticuario de la
edad de piedra que estaba fuera de la taberna número 77, del paseo marítimo de
aquel singular paisaje montañés . El tabernero era un buen tipo de cómicas
orejas de conejo, y tenía preparada con sombrilla esa silla, justo a su medida...,
a la medida de Rosalía. Tenía una selecta clientela, pues a su taberna solo
iban gatos vagabundos, alguna ardilla que se escapaba de la arboleda de la casa
del marqués y la marquesa, y un grupo de perros que tiraban del dueño y la
dueña a quienes previamente les pusieran los perros la correa. Aquellos y
aquellas al principio protestaban, pero por el amor que les tenían a sus perros
se dejaban hacer, y algunas y algunos de esas personas que fueron así
arrastradas por los perros se sabe que llegaron a ser personas respetables y
con amplio conocimiento de las materias más variadas. ¡Si es que todo llegó
primero por amor al perro! . ¡Ah! ¡ Si es que lo estoy viendo!. Y bien... ¡Qué
fenomenal!... ¡Por hacerle caso al perro
y dejarse poner la correa...! ¿O acaso no? ¡Yo creo que sí!. ¡Qué fenomenal! ¡Así de sencillo!. Y ahí empezó el gran cambio
en esas personas que entonces y desde ese momento desearon conocer... ¡Yo creo que sí. ¡Qué
fenomenal! ¿O acaso no? Y ahí empezó el gran
cambio... Dejarse hacer por el amigo
fiel ! ¡Así de sencillo! ¡Más y más...! ¡Conocer..., más y más! Empezaron por querer conocer más al perro y
llegaron a conocer secretos indescriptibles... ¡Qué fenomenal! ¡Ah! ¡Ya lo estoy viendo! ¡Qué inmensidad de
humildad!.
En fin... ¡Imaginad el
ambiente de esa taberna! Una taberna donde solo se bebía leche de cabra nativa
del paisaje montañés. ¡Sí!... La número 77 del paseo marítimo, del pueblo donde
ahora se hospedaba Rosalía. Un hermoso pueblo marítimo al estilo montañés. ¡Sí!
¡ La número 77!.La taberna del pueblo que estaba estigmatizada como cuna de personas
revolucionarias y terroristas, adonde solo acudían esos gatos, esos perros,
esas personas arrastradas que luego llegaron a ser devoccionarias del cántico
libertario de la taberna 77 ,donde la compositora Rosalía trabajaba horas y
horas escribiendo sin parar, debajo de la sombrilla adaptada a su medida.
El tabernero era un buen
tipo, con orejas de conejo y dientes de gusano napolitano.
-¡Tomad, ahora debemos
todos cantar.! ¡Ya están las letras compuestas!.
Y era así cuando Rosalía
decía, que aparecía una comitiva de dos gordos
simpáticos ratoncitos con sendas guitarras y un pingüino con acordeón de
Polonia. Entonces, el tabernero que era un buen tipo, aunque le temblaban los
pies, descorchaba la sombrilla. Rosalía se erguía y brindaba la leche al Sol. Entraba
en la taberna, detrás de los ratoncitos y el pingüino, y algún que otro gato
que estaba fuera. Cerraba la comitiva el tabernero, que era un buen tipo,
aunque le temblaban un poco los pies. Y así era que cerraba la puerta de
hojalata de la taberna el tabernero y salían melodías por debajo de la puerta
como churros de miel.